Foto del blog "A vuela pluma"
Allá por el año 1838 los carlistas se ubicaron en la ciudad de Segovia perpetrando una batalla sangrienta donde muchos de ellos morían tanto por el fuego de las armas como por agotamiento.
En un pueblo cercano a la capital, Sepúlveda, se estableció un grupo de ellos con la intención de escapar y esconderse de sus enemigos los isabelinos.
Los ciudadanos de la villa estaban sobrecogidos porque vieron invadida la paz del lugar.
Ya no había bailes en la plaza del pueblo, los ancianos no rondaban los bancos del parque, las muchachas no salían con sus mejores atuendos a pasear por la judería. Todo estaba cambiando.
Pero una muchacha llamada Máxima, hija de un importante agricultor se revelaba contra lo acontecido. Una mañana, de sol radiante, se dirigió a conversar con un general carlista y le pidió que cesaran las hostilidades.
Leandro, que así se llamaba el general, se echó a reír indicándole que sus ideales le impedían cortar toda clase de enfrentamientos. Pero simpatizó con la joven, una bella dama de ojos verdes y tez blanquecina.
Durante algunos días sus lazos de amistad fueron estrechándose hasta convertirse en una bella historia de amor.
Un amor entre un general carlista y una bella muchacha del pueblo, algo inimaginable pero real.
Máxima, después de realizar las tareas de casa, marchaba hacia un bello jardín lleno de hermosísimas flores, donde se encontraba con Leandro y allí bajo un manto de galanterías y requiebros apuraban su amor.
Sabía que él tendría que partir, que algún día volvería a su ciudad natal pero le prometía amor eterno y le ratificaba que la distancia no sería impedimento alguno para ese sentimiento tan puro.
No quería pensar, no quería anticipar, sólo disfrutar del momento. Así fueron pasando los días acrecentando su amor.
Un día la ofensiva fue brutal; sucumbieron muchos de ellos, era el rumor que circulaba por las calles de Sepúlveda, un rumor que corría de unos a otros hasta llegar a oídos de Máxima. Asustada y despavorida corrió hacia el campamento donde estaban asentados, preguntó incansablemente por él pero todos marchaban despavoridos y aterrados; huían cansados y agotados.
Leandro había muerto, eso le dijeron. Su piel se tiñó de duelo, las lágrimas se helaron por el frío que transitaba su cuerpo, las manos apretadas queriendo asir su corazón.
Se repetía continuamente que Leandro estaba muerto, que su alma se había ido con él.
Pasó el tiempo y todas las mañanas Máxima seguía acudiendo al jardín donde las palabras de amor se habían quedado forjadas, donde los besos se entrelazaban con las flores. Esperaba, esperaba su regreso; la distancia no sería impedimento alguno para el amor.
Actualmente se pasea por las calles de Sepúlveda, por la judería….
Un pastor que se dirigía a su casa, después de cuidar el rebaño, encontró una muchacha arrodillada ante la Ermita de San Fructos, extrañado le preguntó, pero ella sólo lo miró y esbozó una sonrisa. El pastor pudo ver que en su rostro se hallaba una lágrima de nácar.
En las noches de luna llena el espectro de Máxima recorre el pueblo hasta dirigirse al jardín, allí toma asiento y con sus manos apretadas alza sus ojos al cielo y deja caer una lágrima de nácar.
Desde ese entonces, el bello jardín toma el nombre de “El Jardín de la Señora”