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jueves, 11 de agosto de 2011

Julio del 42, París


Julio del 42, París

Se acostó como todas las noches, cansada y desorientada por todo lo que estaba ocurriendo en la ciudad.

Emma, abrió la ventana para dejar pasar la brisa nocturna y desde aquel ventanal podía contemplar la belleza de París, esa gran ciudad donde de día todo era algarabía y de noche el silencio se hacía patente.

Jean Michel aun no había llegado de la reunión que asiduamente iba todas las noches.

Llamaron a la puerta de forma estrepitosa y ante tal acción se asustó. Pensó que no era Jean Michel  pues, además de llevar las llaves, él llamaría de otra manera.

Saltó de la cama como si la persiguiesen miles de aves carroñeras; apenas pudo ponerse las zapatillas y salió espantada.

Era la policía empujando la puerta para adentrarse en la vivienda. Vociferando preguntaron por el marido, pero ella sin poder casi hablar le señaló que no se encontraba en esos momentos. Registraron la casa de arriba abajo, pero no hallaron a nadie más que a una hermosa niña que arrancaron de la cama y empujándola hacia el pasillo la dejaron en brazos de su madre.

La policía le indicó que recogieran lo imprescindible, una manta, unas zapatillas y un par de vestidos.

Al poco estaban en la calle ante la mirada curiosa de los vecinos que sin dar crédito a lo que estaban viviendo no hicieron nada por impedirlo.

Emma y su hija Irma lloraban sin consuelo. La pequeña no cesaba de preguntar a la madre qué les iba a pasar, pero no había respuesta para ello.

Los judíos franceses estaban fichados desde 1940 y por tanto conocían las direcciones de todos ellos.

Pronto se vieron metidas en una larga fila de personas donde sólo se escuchaba el llanto de los pequeños y el lamento de los mayores. Apiñados en unos autobuses como cerdos, iban sin conocer el destino.

Irma era una niña valiente, de ojos azules y los cabellos rizados. Le hablaba a su madre diciéndole que sería una equivocación, que pronto estarían en  casa con papá, pero bien sabía Emma que su hija estaba lejos de la realidad.

El autobús paró y le hicieron bajar, estaban en el Velódromo, allí como chinches vivieron, o mejor dicho subsistieron, durante cinco largos días sin comida y sin gota de agua que llevarse a la boca.  Veían como morían mujeres y niños, otros se suicidaban y algunos eran asesinados mientras intentaban huir.

Mientras tanto Jean Michel pudo escapar de la redada y escondido en un sótano de la vivienda pensaba cómo podría recuperar a su mujer e hija, su desesperación era tal que en muchas ocasiones quiso salir del escondite para ir tras ellas, pero tenía que soportar el dolor para posteriormente poder recuperarlas. Esas eran las misivas que le indicaron en las reuniones. Tenía que ser fuerte y valiente; ellas estarían bien se decía a sí mismo.

Los altavoces del Velódromo anunciaron que las mujeres deberían ponerse a la derecha, los hombres al fondo y los niños delante formando filas.

Irma , agarrada a la falda de su madre, no quería ir; lloraba sin cesar pero un policía la arrancó de su regazo  y sin contemplación ninguna la empujó para formar fila.

Caminaba y miraba hacia atrás hasta que dejó de ver la figura de su madre…sin dejar de llorar y gritar.

Tanto los niños como los mayores fueron conducidos a diversos campos de concentración donde de inmediato los encerraron en habitaciones que parecían cuadras. Allí Irma ayudaba a los más pequeños contándole cuentos y cantándole canciones.

Los días iban trascurriendo en la nada, en la soledad de una habitación atestada de niños llorando porque tenían hambre y sed; algunos padecían serias enfermedades y morían sin piedad.

Como pudo, Jean Michel, llegó hasta el campo de concentración donde estaba su hija, entre los matorrales podía observar el aspecto de aquellos críos pero se impacientaba porque no lograba verla.

Todos los días y a la misma hora se aferraba entre esos zarzales donde la esperanza era lo último que perdía. Por fin y, con lágrimas en los ojos, pudo verla entre todos aquellos pequeños. Rapada, sucia y desnutrida, era su aspecto. Ahora sólo le preocupaba recuperarla, tenía que idear algo para llegar hasta ella, cómo lo haría era su principal preocupación.

Una mañana muy soleada y, como de costumbre, salieron  de los barracones obligándoles a hacer trabajos forzosos bajo un sol de justicia. Irma cayó de bruces al suelo, su delicada palidez aclamaba que se hallaba enferma. Se acercó uno de los policías, le agarró la mano y la miró fijamente a los ojos, era el hombre que siempre veía cercano a su casa, en París. Quiso, con la mirada, decirle algo que ella captó de inmediato. Observó entre los matorrales y pudo ver a su padre. Emocionada le saltaron lágrima de los ojos, pero tuvo que contenerlas ya que de lo contrario la delataría. Sabía que la esperaba, la esperaría siempre hasta que pudiera salir de ese infierno.

Y así fue como un día y ayudada por aquel vecino policía salió escondida entre las vallas del campo donde se encontraba. Corría sin parar y las fuerzas comenzaban a flaquear, pero tenía que seguir, seguir hacía delante donde su padre la esperaba.

Irma ya no fue la misma chica de siempre, en sus ojos se reflejaba la tristeza, el miedo y la desesperación de haber visto a cientos de niños morir sin piedad.

Irma a la edad de 40 años se suicidó.

P.d._ Me inspiré en el libro "La llave de Sarah". Autora Tatiana de Rosnay


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